Ser, o no ser, ésta es la cuestión: si es más noble sufrir en el ánimo los tiros y flechazos de la insultante Fortuna o alzarse en armas contra un mar de agitaciones y enfrentándose con ellas, acabarlas. Morir, dormir, nada más y con un sueño, decir que acabamos el sufrimiento del corazón y los mil golpes naturales que son herencia de la carne. Ésa es una consumación piadosamente deseable: morir, dormir; dormir, quizás soñar: sí, ahí está el tropiezo, pues tiene que preocuparnos qué sueños podrán llegar en ese sueño de muerte, cuando nos hayamos desenredado de este embrollo mortal. Ésa es la consideración que da tan larga vida a la calamidad: pues ¿quién soportaría los latigazos y los insultos del tiempo, el agravio del opresor, la burla del orgulloso, los espasmos del amor despreciado, la tardanza de la justicia, la insolencia de los que mandan, y las patadas que recibe de los indignos el mérito paciente, si él mismo pudiera extender su documento liberatorio con un simple puñal?
La tragedia de Hamlet, Príncipe de Dinamarca, William Shakespeare (y Lawrence Olivier en la versión cinematográfica de 1948)
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