Flagelándonos con las ortigas de la culpa, rogamos que los muertos nos perdonen. ¿Para qué? Para sentir que fuimos perfectos, para corregir el pasado, para que el espejito nos diga siempre la mentira más zalamera. Porque nuestra propia crueldad es la que más nos atemoriza. Porque necesitamos desesperadamente que alguien nos extirpe remordimientos tardíos. ¿Y acaso uno perdona a los muertos?
Sé también por comentarios de antiguas brujas danesas que a los fantasmas no había que dirigirles la palabra, sino esperar que ellos hablaran primero. Y los capaces de dialogar debían ser gente culta, es decir, que hablaran en latín para comprobar si el aparecido era un auténtico muerto humano y no una apariencia demoníaca. Se sabe que los demonios huyen despavoridos del latinazo eclesiástico. Eso era antes. Ahora, uno entra en ciertas empresas y lo recibe un fantasma: señor o señorita sonriente, de uniforme vistoso, es inútil dirigirles la palabra porque son virtuales, puro invento electrónico cuya voz melosa procede de un infierno digital que no admite diálogo sino obediencia.
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