Yo andaba investigando la muerte del Jon. Las huellas, luego de contornear todo el pueblo, me llevaron hasta la pequeña casa junto al río, casi perdida entre los juncos. No hacía frío, pero igual me subí las solapas del abrigo y hundí las manos en los bolsillos. Subí cinco escalones no muy seguros, empujé la puerta, entré.
Jaulas, pajareras por todas partes. De fabricación casera. Pájaros de colores: cotorras, cardenales, pechos colorados, canarios. Pájaros grises, pájaros marrones. Grandes y chicos.
Avancé: fue como entrar en una nube de píos, trinos, gorjeos. Y de olor denso, cálido. De entre dos pajareras salió el hombre. Tricota agujereada, cabeza blanca. Ojos curiosamente grandes y claros en el rostro ceniciento, lleno de arrugas; un rostro muy gastado, pero abierto, cordial.
— Hace tres días... —empecé.
Y me detuve. Me miró por un momento. Miró al piso, volvió a mirarme. Ya nos estábamos entendiendo.
— ¿Amigo suyo?
Asentí.
— ¿Sabe lo que..., lo que le pasó?
Volví a asentir.
— Me lo imagino. Sé que estaba muy enfermo.
Me acercó una silla de paja. Él se sentó en un cajón vacío.
— Ahora que lo pienso —se rascó la cabeza—, quizás debí decírselo a la policía. Pero cuando sucedió no me pareció necesario. No hubieran comprendido nada; usted me entiende.
— Por supuesto.
— Ya todos me creen loco, sin necesidad de un cuento semejante —sacudió la cabeza, tenía las manos sobre las rodillas flacas; manos de dedos largos, delicados—. Además, ¿por qué habría de elegir mi casa para morir? El comisario no lo entendería nunca. Claro, podía haber ido al médico. O a ver al cura. Pero no, tuvo que caminarse toda la distancia hasta aquí.
Yo sólo sabía que el Jon estaba muerto. Lo dejé hablar.
— Aunque creo saber por qué me eligió a mí, al "Churrinche", el loco "Churrinche", el pajarero... Él sabía que yo era el único en todo el pueblo que lo dejaría morir tranquilo y sin preguntas. De tanto andar con animales uno termina por amigarse, por entender a todo lo vivo, venga de donde venga...
Me miró con los ojos claros: tenían algo de charcos de agua quieta. Yo hubiera hecho lo mismo que el Jon.
— Claro, al principio me tomó por sorpresa; yo no estaba preparado para verlo. Llegó del lado del río, lo sentí chapotear en el juncal; cuando subió los escalones creí que era José o el Negro, o cualquiera de los vagabundos de siempre. Tardó en entrar, el último escalón le costó mucho trabajo; pensé que estaría borracho, no le hice caso. Pero, al llegar a la puerta se apoyó en el marco, y recién entonces me di cuenta al verle la mano, tan verde y con los siete dedos.
Se levantó, fue hasta un brasero donde temblaba una pava.
— ¿Un matecito?
Dije que sí con la cabeza.
— Estaba que se caía —mientras hablaba puso yerba en un jarrito enlozado—. Me di cuenta de que se moría, pero no quiso que lo acostara; insistió en sentarse ahí, donde está usted. Y se quedó medio caído, los ojos cerrados.
— Sé que eres amigo—me dijo de pronto, marcando mucho las letras—. Por eso hice toda la distancia hasta aquí...Sé que cuidas pájaros... Por eso vine.
— ¿Por los pájaros? —le pregunté.
— Sí... Quiero pedirte un favor... ¿Podrías prestarme uno, uno cualquiera, hasta... hasta que no lo necesite más?
— Contesté que sí y le traje a la Manolita, la cotorra, que es la más mansita de todas. Se la ofrecí.
— Gracias... —la mano le tembló cuando le puse el pájaro. Y Manolita se quedó tan quieta, tan cómoda entre los siete dedos—. Gracias... No tienes idea, pajarero, cómo tus pájaros se parecen a los sicalos nuestros... Son tan iguales...
Le costó levantar la mano pero igual se tomó el trabajo, quería ver bien a Manolita.
— Si uno sabe mirar, un solo pájaro..., un solo sicalo..., resume todas las bellezas de los mundos...
— Yo no decía nada, me daba tanta pena verlo respirar tan mal; además, cuando uno anduvo mucho entre animales sabe en seguida cuándo alguno se muere, así sea un perro o una persona o...
El pajarero me tendió el humeante jarrito. Lo tomé con cuidado, para no quemarme.
— Su amigo apoyaba ahora la mano en la mesa, y no dejaba de mirar a la cotorra. Y volvió a hablar:
— El pájaro..., el sicalo... es los días perdidos, es la infancia... Cuidar un pájaro es revivir la infancia... por eso tú, pajarero, cuidas pájaros... No quieres desprenderte de la infancia...
— No lo sé —le dije por decir algo—. Pero... ¿y los chicos que cuidan pájaros?
— Los chicos que cuidan pájaros... Tienes razón... Los chicos no pueden recordar la infancia... —hizo una pausa, se quedó mirando largamente a la cotorra, que seguía quietecita en su mano; y de pronto agregó—: Los chicos que cuidan pájaros están recordando, reviviendo, sin saberlo, los días perdidos, la infancia de la especie...
Volvió a callar, siguió mirando a Manolita. Y mirando, también, vaya uno a saber qué imágenes de otros tiempos, de otros lugares.
— ¿Quiere agua? ¿Está realmente cómodo?. No me contestó. Afuera se acababa la tarde igual que ahora.
Pensé que alguno podría venir, la sorpresa que se llevaría al verlo allí. Manolita se alborotó de pronto, aleteó, se me vino hasta el hombro.
La mano verde seguía igual, apoyada sobre la mesa. No tuve que tocarlo para saber que ya estaba muerto. Cavé una fosa en el albardón, lo enterré en el mismo lugar donde entierro a los pájaros que se me mueren. Y allí está ahora. Pensé ponerle una cruz, pero no... ¿Qué mejor cruz para él que la misma de los pájaros, el sol de cada día?
Me levanté. Ya sabía todo lo que quería sobre la muerte del Jon.
— Gracias —le devolví el jarrito enlozado.
El Jon, después de todo, había tenido una muerte buena.
El pajarero se levantó también.
—¿Eran muy amigos?
—Mucho.
Me tendió la mano. Vacilé un momento, le tendí la mía. Sonrió al sentir la presión de los siete dedos. Me dio una palmada en el hombro, me acompañó hasta la puerta. Bajé los escalones, me fui por el juncal. Ya había estrellas. Pero no, el Gelo no se veía. Demasiado distante. Aunque no está tan lejos, pensándolo bien. Un pájaro nocturno pasó volando bajo, en vuelo silencioso.
¿Un pájaro o un sicalo?
Héctor Germán Oesterheld - Agosto 1965
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