(En 1976, en una cárcel llamada Libertad)
Los presos políticos uruguayos no pueden hablar sin permiso, silbar, sonreír, cantar, caminar rápido ni saludar a otro preso. Tampoco pueden dibujar ni recibir dibujos de mujeres embarazadas, parejas, mariposas, estrellas ni pájaros.
Didaskó Pérez, maestro de escuela, torturado y preso por tener ideas ideológicas, recibe un domingo la visita de su hija Milay, de cinco años. La hija le trae un dibujo de pájaros. Los censores se lo rompen a la entrada de la cárcel. Al domingo siguiente, Milay le trae un dibujo de árboles. Los árboles no están prohibidos, y el dibujo pasa. Didaskó le elogia la obra y le pregunta por los circulitos de colores que aparecen en las copas de los árboles, muchos pequeños círculos entre las ramas:
-¿Son naranjas? ¿Qué frutas son?
La niña lo hace callar: -Ssshhhh.
Y en secreto le explica:
-Bobo. ¿No ves que son ojos? Los ojos de los pájaros que te traje a escondidas.
Eduardo Galeano - Memoria del fuego - 1986
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jueves, 30 de septiembre de 2010
Ventana sobre la memoria (III)
Quien nombra, llama. Y alguien acude, sin cita previa, sin explicaciones, al lugar donde su nombre, dicho o pensado, lo está llamando. Cuando eso ocurre, uno tiene el derecho de creer que nadie se va del todo mientras no muera la palabra que llamando, llameando, lo trae.
Eduardo Galeano - Las palabras andantes - 1993
Eduardo Galeano - Las palabras andantes - 1993
domingo, 26 de septiembre de 2010
Breve historia de mis pies.
Camino. Camino entre la noche y mi sueño, más del otro lado que de este, tratando que mis pasos no me lleven a tu puerta ni tu casa ni tu calle ni siquiera me crucen en tu vida. Camino con el viento comó único amigo y a fuerza de ser sincero me gusta oir cantar al viento su vieja música de viento. Sabio e ignorado salvo por solitarios, poetas y locos, esos que ven oro en el polvo y fantasmas en la lluvia. Y me gusta. Me gusta caminar esos mil caminos que no llevan a ninguna parte con la noche de testigo y esos mil vientos sin metas ni barreras. Me gustan porque huelen a libertad.
Vuelan las calles. Ciento-veinte-pasos-hasta-la-esquina y luego una calle más.
¿Qué se hizo de ese chico demasiado flaco y de anteojos demasiado gruesos que se preguntaba si era uno el que caminaba o era el mundo que se movía bajo nuestros pies?
¿Qué se hizo, en qué parte del camino mis ojos perdieron brillo?
La noche me arrebata, más mía que nunca. La noche celosa y mujer, más que nunca. Me habla al oído y me llama y hechiza. La noche con vicios de sirena.
La noche me envuelve, me arropa su oscura sombra. La noche me lleva y me dejo llevar ya sin bostezos. Y camino.
Río Gallegos - Septiembre del 2010.
Vuelan las calles. Ciento-veinte-pasos-hasta-la-esquina y luego una calle más.
¿Qué se hizo de ese chico demasiado flaco y de anteojos demasiado gruesos que se preguntaba si era uno el que caminaba o era el mundo que se movía bajo nuestros pies?
¿Qué se hizo, en qué parte del camino mis ojos perdieron brillo?
La noche me arrebata, más mía que nunca. La noche celosa y mujer, más que nunca. Me habla al oído y me llama y hechiza. La noche con vicios de sirena.
La noche me envuelve, me arropa su oscura sombra. La noche me lleva y me dejo llevar ya sin bostezos. Y camino.
Río Gallegos - Septiembre del 2010.
miércoles, 22 de septiembre de 2010
Cortázar, el argentino que se hizo querer de todos (Fragmento)
No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas...
Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón. Lo vi escribir durante más de una hora, sin una pausa para pensar, sin tomar nada más que medio vaso de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en la calle y guardó la pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del brazo como el escolar más alto y más flaco del mundo.
El que no tiene nombre
Yo soy el que todo lo ve, el que todo lo sabe, el que todo lo dice.
Yo vi a Dios hacer el mundo y hacer al hombre. Y después ví al hombre hacer su primera fogata, su primera ciudad, su primera guerra.
He conocido a los profetas. He visto nacer y morir a reyes, campesinos, mártires y traidores. Todo lo que ha ocurrido en la realidad y en los sueños de los hombres, lo he visto y lo he contado.
Yo soy el personaje sin nombre que aparece en todos los libros. El que empieza diciendo: Había una vez...
Fermín Petri Pardo
Yo vi a Dios hacer el mundo y hacer al hombre. Y después ví al hombre hacer su primera fogata, su primera ciudad, su primera guerra.
He conocido a los profetas. He visto nacer y morir a reyes, campesinos, mártires y traidores. Todo lo que ha ocurrido en la realidad y en los sueños de los hombres, lo he visto y lo he contado.
Yo soy el personaje sin nombre que aparece en todos los libros. El que empieza diciendo: Había una vez...
Fermín Petri Pardo
Che
Yo tuve un hermano.
No nos vimos nunca
pero no importaba.
Yo tuve un hermano
que iba por los montes
Julio Cortázar - Octubre de 1967
No nos vimos nunca
pero no importaba.
Yo tuve un hermano
que iba por los montes
mientras yo dormía.
Lo quise a mi modo,
le tomé su voz
libre como el agua,
caminé de a ratos
cerca de su sombra.
No nos vimos nunca
pero no importaba,
pero no importaba,
mi hermano despierto
mientras yo dormía,
mi hermano mostrándome
detrás de la noche
su estrella elegida.
Julio Cortázar - Octubre de 1967
Los Nadies
Sueñan las pulgas con comprarse un perro
y sueñan los nadies con salir de pobres,
pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy,ni mañana, ni nunca,
ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte,
por mucho que los nadies la llamen
y aunque les pique la mano izquierda,
o se levanten con el pie derecho
o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados,
corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos. Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal,
sino en la crónica roja de la prensa local.Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
Eduardo Galeano
Despedida
el aire prisionero de las calles
ni a hembra en primavera.
Me voy porque a los parques
les pusieron mordazas.
Me voy porque aquí les pusieron mordazas.
ya no se puede reír a carcajadas
porque los crepúsculos
se compran enlatados
porque agonizaron, inertes, los últimos rebeldes.
Me voy porque hasta los besos
se encuentran censurados.
Me voy porque ya ordenaron se encuentran censurados.
investigar a la alegría
porque a los niños les raptaron sus hadas
porque a los libros los encerraron en la cárcel.
Me voy porque a la muerte
la están vendiendo en cápsulas.
la están vendiendo en cápsulas.
Me voy porque a las mujeres les robaron el sexo
porque al alcohol le editaron sus sueñosporque en lugar de saúcos se cultivan barrotes.
Porque soltaron todos los diques del pavor.
Me voy porque en las calles
tan sólo ríe el miedo.
Luis Zalamea - Colombia 1921.
martes, 21 de septiembre de 2010
Final del viaje.
El viejo Matías me miró y sonrió:
- Voy hacia aquella colina, donde hay una casa de piedra, vacía y quemada y llena de recuerdos. Es la casa donde nací.
- Nada queda es ese lugar salvo tristes historias. A que vas allí?
El viejo minero cerró los ojos como quién piensa en algo maravilloso e imposible, en algo demasiado deseado. Luego los abrió, ojos de niño, de esos que siempre buscan el final del arco iris.
- Voy allí a morir en paz.
- Voy hacia aquella colina, donde hay una casa de piedra, vacía y quemada y llena de recuerdos. Es la casa donde nací.
- Nada queda es ese lugar salvo tristes historias. A que vas allí?
El viejo minero cerró los ojos como quién piensa en algo maravilloso e imposible, en algo demasiado deseado. Luego los abrió, ojos de niño, de esos que siempre buscan el final del arco iris.
- Voy allí a morir en paz.
lunes, 20 de septiembre de 2010
Búsqueda.
Buscala a ella. A ella que supo ser la mejor amiga y la peor de las amantes. Ponete la mochila al hombro y soborná al primer rayo de sol. Buscála en bares, en kioscos, en las tapas de los diarios. Buscála entre las amarillas hojas que campean en ciertas fantásticas antologías. Estrechá manos y buscala en el reflejo de los ojos de los insomnes, aquellos que rompen la monotonía de fríos vagones. Buscála también esquivando el panfleto de ciertos evangelistas, los de la VERDAD revelada. También dando la espalda al universo de sombras que amenazan tu tan ansiada soledad. Buscála en las nubes (a las nubes podés llegar en avión o en globo, nada de drogas…). Buscála en la mira del oxidado fusil de un veterano o dentro de las retiradas botas de cierto general conservado en alcohol. Podés rastrearla en las huellas marcadas a fuego de las Madres en La Plaza (donde todos los días siguen siendo jueves) o en las líneas de las valientes manos de Las Abuelas, alzadas en un puño. Buscála entre las otras mujeres, tan concientes de mis propias perversiones. Ganate la confidencia de los locos y el guiño cómplice de los niños. Buscála y en el camino tratá de escaparle a las mediocres ficciones, a los versos de apuro y a ciertas historias tan rebeldes, tan de bolsillo. Buscála despertando sorpresa y escándalo, nunca mostrando la hilacha de tu conocida impostura. Y cuando la encontrés hacete el boludo, silbá bajito y seguí de largo. Que vas a estar cumpliendo recados de un muerto.
(Río Gallegos - Julio 2010)
(Río Gallegos - Julio 2010)
domingo, 19 de septiembre de 2010
Los que llegan no me encuentran. Los que espero no existen (A.P.)
Es veinticinco, y es septiembre del año setenta y dos. Es un departamento en el que no amanece, a pesar de que la ciudad se empeña en demostrar lo contrario.
Adentro siempre es de noche y hay silencio. Alejandra está allí. A su pesar deja un último verso. "No quiero ir más que hasta el fondo". Luego pastillas y ya nada más. No sentir, no ser... nunca más.
"El viento y la lluvia me borraron como a un fuego, como a un poema escrito en un muro."
Alejandra
La edad de la ira.
Mi pintura es para herir. Para arañar y golpear en el corazón de la gente.
Oswaldo Guayasamín - 1963
sábado, 18 de septiembre de 2010
Exilio.
Nunca se vio en Gelo algo tan cómico. Salió de entre el roto metal con paso vacilante, movió la boca; desde el principio nos hizo reir con esas piernas tan largas, esos dos ojos de pupilas tan increíblemente redondas. Le dimos grubas y linas y kialas. Pero no quiso recibirlas, fijate, ni siquiera aceptó las kialas, fue tan cómico verlo rechazar todo que las risas de la multitud se oyeron hasta el valle vecino. Pronto se corrió la voz de que estaba entre nosotros, de todas partes vinieron a verlo, el aparecía cada vez mas ridículo, siempre rechazando las kialas, la risa de cuantos lo miraban era tan vasta como una tempestad en el mar. Pasaron los días, de las antípodas trajeron margas, lo mismo, no quiso ni verlas, fue para retorcerse de risa.
Pero lo mejor de todo fue el final: se acostó en la colina de cara a las estrellas, se quedó quieto, la respiración se le fue debilitando. Cuando dejó de respirar tenía los ojos llenos de agua. Si, no querrás creerlo pero los ojos se le llenaron de agua, de a-gu-a como lo oyes.
Nunca, nunca se vio en Gelo nada tan cómico.
Hector G. Oesterheld - 1968
Génesis
Y el hombre creó a Dios, a su imagen y semejanza.
Y hubo amor y placer y virtud en el mundo.
Y los días fueron largos, demasiado largos.
Entonces el hombre creó al Demonio, a su imagen y semejanza.
Y hubo así amor y odio en el mundo, placer y dolor, virtud y pecado.
Y los días fueron cortos, muy cortos.
Y fue bueno vivir.
Héctor Germán Oesterheld - 1969
Una Muerte
Yo andaba investigando la muerte del Jon. Las huellas, luego de contornear todo el pueblo, me llevaron hasta la pequeña casa junto al río, casi perdida entre los juncos. No hacía frío, pero igual me subí las solapas del abrigo y hundí las manos en los bolsillos. Subí cinco escalones no muy seguros, empujé la puerta, entré.
Jaulas, pajareras por todas partes. De fabricación casera. Pájaros de colores: cotorras, cardenales, pechos colorados, canarios. Pájaros grises, pájaros marrones. Grandes y chicos.
Avancé: fue como entrar en una nube de píos, trinos, gorjeos. Y de olor denso, cálido. De entre dos pajareras salió el hombre. Tricota agujereada, cabeza blanca. Ojos curiosamente grandes y claros en el rostro ceniciento, lleno de arrugas; un rostro muy gastado, pero abierto, cordial.
— Hace tres días... —empecé.
Y me detuve. Me miró por un momento. Miró al piso, volvió a mirarme. Ya nos estábamos entendiendo.
— ¿Amigo suyo?
Asentí.
— ¿Sabe lo que..., lo que le pasó?
Volví a asentir.
— Me lo imagino. Sé que estaba muy enfermo.
Me acercó una silla de paja. Él se sentó en un cajón vacío.
— Ahora que lo pienso —se rascó la cabeza—, quizás debí decírselo a la policía. Pero cuando sucedió no me pareció necesario. No hubieran comprendido nada; usted me entiende.
— Por supuesto.
— Ya todos me creen loco, sin necesidad de un cuento semejante —sacudió la cabeza, tenía las manos sobre las rodillas flacas; manos de dedos largos, delicados—. Además, ¿por qué habría de elegir mi casa para morir? El comisario no lo entendería nunca. Claro, podía haber ido al médico. O a ver al cura. Pero no, tuvo que caminarse toda la distancia hasta aquí.
Yo sólo sabía que el Jon estaba muerto. Lo dejé hablar.
— Aunque creo saber por qué me eligió a mí, al "Churrinche", el loco "Churrinche", el pajarero... Él sabía que yo era el único en todo el pueblo que lo dejaría morir tranquilo y sin preguntas. De tanto andar con animales uno termina por amigarse, por entender a todo lo vivo, venga de donde venga...
Me miró con los ojos claros: tenían algo de charcos de agua quieta. Yo hubiera hecho lo mismo que el Jon.
— Claro, al principio me tomó por sorpresa; yo no estaba preparado para verlo. Llegó del lado del río, lo sentí chapotear en el juncal; cuando subió los escalones creí que era José o el Negro, o cualquiera de los vagabundos de siempre. Tardó en entrar, el último escalón le costó mucho trabajo; pensé que estaría borracho, no le hice caso. Pero, al llegar a la puerta se apoyó en el marco, y recién entonces me di cuenta al verle la mano, tan verde y con los siete dedos.
Se levantó, fue hasta un brasero donde temblaba una pava.
— ¿Un matecito?
Dije que sí con la cabeza.
— Estaba que se caía —mientras hablaba puso yerba en un jarrito enlozado—. Me di cuenta de que se moría, pero no quiso que lo acostara; insistió en sentarse ahí, donde está usted. Y se quedó medio caído, los ojos cerrados.
— Sé que eres amigo—me dijo de pronto, marcando mucho las letras—. Por eso hice toda la distancia hasta aquí...Sé que cuidas pájaros... Por eso vine.
— ¿Por los pájaros? —le pregunté.
— Sí... Quiero pedirte un favor... ¿Podrías prestarme uno, uno cualquiera, hasta... hasta que no lo necesite más?
— Contesté que sí y le traje a la Manolita, la cotorra, que es la más mansita de todas. Se la ofrecí.
— Gracias... —la mano le tembló cuando le puse el pájaro. Y Manolita se quedó tan quieta, tan cómoda entre los siete dedos—. Gracias... No tienes idea, pajarero, cómo tus pájaros se parecen a los sicalos nuestros... Son tan iguales...
Le costó levantar la mano pero igual se tomó el trabajo, quería ver bien a Manolita.
— Si uno sabe mirar, un solo pájaro..., un solo sicalo..., resume todas las bellezas de los mundos...
— Yo no decía nada, me daba tanta pena verlo respirar tan mal; además, cuando uno anduvo mucho entre animales sabe en seguida cuándo alguno se muere, así sea un perro o una persona o...
El pajarero me tendió el humeante jarrito. Lo tomé con cuidado, para no quemarme.
— Su amigo apoyaba ahora la mano en la mesa, y no dejaba de mirar a la cotorra. Y volvió a hablar:
— El pájaro..., el sicalo... es los días perdidos, es la infancia... Cuidar un pájaro es revivir la infancia... por eso tú, pajarero, cuidas pájaros... No quieres desprenderte de la infancia...
— No lo sé —le dije por decir algo—. Pero... ¿y los chicos que cuidan pájaros?
— Los chicos que cuidan pájaros... Tienes razón... Los chicos no pueden recordar la infancia... —hizo una pausa, se quedó mirando largamente a la cotorra, que seguía quietecita en su mano; y de pronto agregó—: Los chicos que cuidan pájaros están recordando, reviviendo, sin saberlo, los días perdidos, la infancia de la especie...
Volvió a callar, siguió mirando a Manolita. Y mirando, también, vaya uno a saber qué imágenes de otros tiempos, de otros lugares.
— ¿Quiere agua? ¿Está realmente cómodo?. No me contestó. Afuera se acababa la tarde igual que ahora.
Pensé que alguno podría venir, la sorpresa que se llevaría al verlo allí. Manolita se alborotó de pronto, aleteó, se me vino hasta el hombro.
La mano verde seguía igual, apoyada sobre la mesa. No tuve que tocarlo para saber que ya estaba muerto. Cavé una fosa en el albardón, lo enterré en el mismo lugar donde entierro a los pájaros que se me mueren. Y allí está ahora. Pensé ponerle una cruz, pero no... ¿Qué mejor cruz para él que la misma de los pájaros, el sol de cada día?
Me levanté. Ya sabía todo lo que quería sobre la muerte del Jon.
— Gracias —le devolví el jarrito enlozado.
El Jon, después de todo, había tenido una muerte buena.
El pajarero se levantó también.
—¿Eran muy amigos?
—Mucho.
Me tendió la mano. Vacilé un momento, le tendí la mía. Sonrió al sentir la presión de los siete dedos. Me dio una palmada en el hombro, me acompañó hasta la puerta. Bajé los escalones, me fui por el juncal. Ya había estrellas. Pero no, el Gelo no se veía. Demasiado distante. Aunque no está tan lejos, pensándolo bien. Un pájaro nocturno pasó volando bajo, en vuelo silencioso.
¿Un pájaro o un sicalo?
Héctor Germán Oesterheld - Agosto 1965
Jaulas, pajareras por todas partes. De fabricación casera. Pájaros de colores: cotorras, cardenales, pechos colorados, canarios. Pájaros grises, pájaros marrones. Grandes y chicos.
Avancé: fue como entrar en una nube de píos, trinos, gorjeos. Y de olor denso, cálido. De entre dos pajareras salió el hombre. Tricota agujereada, cabeza blanca. Ojos curiosamente grandes y claros en el rostro ceniciento, lleno de arrugas; un rostro muy gastado, pero abierto, cordial.
— Hace tres días... —empecé.
Y me detuve. Me miró por un momento. Miró al piso, volvió a mirarme. Ya nos estábamos entendiendo.
— ¿Amigo suyo?
Asentí.
— ¿Sabe lo que..., lo que le pasó?
Volví a asentir.
— Me lo imagino. Sé que estaba muy enfermo.
Me acercó una silla de paja. Él se sentó en un cajón vacío.
— Ahora que lo pienso —se rascó la cabeza—, quizás debí decírselo a la policía. Pero cuando sucedió no me pareció necesario. No hubieran comprendido nada; usted me entiende.
— Por supuesto.
— Ya todos me creen loco, sin necesidad de un cuento semejante —sacudió la cabeza, tenía las manos sobre las rodillas flacas; manos de dedos largos, delicados—. Además, ¿por qué habría de elegir mi casa para morir? El comisario no lo entendería nunca. Claro, podía haber ido al médico. O a ver al cura. Pero no, tuvo que caminarse toda la distancia hasta aquí.
Yo sólo sabía que el Jon estaba muerto. Lo dejé hablar.
— Aunque creo saber por qué me eligió a mí, al "Churrinche", el loco "Churrinche", el pajarero... Él sabía que yo era el único en todo el pueblo que lo dejaría morir tranquilo y sin preguntas. De tanto andar con animales uno termina por amigarse, por entender a todo lo vivo, venga de donde venga...
Me miró con los ojos claros: tenían algo de charcos de agua quieta. Yo hubiera hecho lo mismo que el Jon.
— Claro, al principio me tomó por sorpresa; yo no estaba preparado para verlo. Llegó del lado del río, lo sentí chapotear en el juncal; cuando subió los escalones creí que era José o el Negro, o cualquiera de los vagabundos de siempre. Tardó en entrar, el último escalón le costó mucho trabajo; pensé que estaría borracho, no le hice caso. Pero, al llegar a la puerta se apoyó en el marco, y recién entonces me di cuenta al verle la mano, tan verde y con los siete dedos.
Se levantó, fue hasta un brasero donde temblaba una pava.
— ¿Un matecito?
Dije que sí con la cabeza.
— Estaba que se caía —mientras hablaba puso yerba en un jarrito enlozado—. Me di cuenta de que se moría, pero no quiso que lo acostara; insistió en sentarse ahí, donde está usted. Y se quedó medio caído, los ojos cerrados.
— Sé que eres amigo—me dijo de pronto, marcando mucho las letras—. Por eso hice toda la distancia hasta aquí...Sé que cuidas pájaros... Por eso vine.
— ¿Por los pájaros? —le pregunté.
— Sí... Quiero pedirte un favor... ¿Podrías prestarme uno, uno cualquiera, hasta... hasta que no lo necesite más?
— Contesté que sí y le traje a la Manolita, la cotorra, que es la más mansita de todas. Se la ofrecí.
— Gracias... —la mano le tembló cuando le puse el pájaro. Y Manolita se quedó tan quieta, tan cómoda entre los siete dedos—. Gracias... No tienes idea, pajarero, cómo tus pájaros se parecen a los sicalos nuestros... Son tan iguales...
Le costó levantar la mano pero igual se tomó el trabajo, quería ver bien a Manolita.
— Si uno sabe mirar, un solo pájaro..., un solo sicalo..., resume todas las bellezas de los mundos...
— Yo no decía nada, me daba tanta pena verlo respirar tan mal; además, cuando uno anduvo mucho entre animales sabe en seguida cuándo alguno se muere, así sea un perro o una persona o...
El pajarero me tendió el humeante jarrito. Lo tomé con cuidado, para no quemarme.
— Su amigo apoyaba ahora la mano en la mesa, y no dejaba de mirar a la cotorra. Y volvió a hablar:
— El pájaro..., el sicalo... es los días perdidos, es la infancia... Cuidar un pájaro es revivir la infancia... por eso tú, pajarero, cuidas pájaros... No quieres desprenderte de la infancia...
— No lo sé —le dije por decir algo—. Pero... ¿y los chicos que cuidan pájaros?
— Los chicos que cuidan pájaros... Tienes razón... Los chicos no pueden recordar la infancia... —hizo una pausa, se quedó mirando largamente a la cotorra, que seguía quietecita en su mano; y de pronto agregó—: Los chicos que cuidan pájaros están recordando, reviviendo, sin saberlo, los días perdidos, la infancia de la especie...
Volvió a callar, siguió mirando a Manolita. Y mirando, también, vaya uno a saber qué imágenes de otros tiempos, de otros lugares.
— ¿Quiere agua? ¿Está realmente cómodo?. No me contestó. Afuera se acababa la tarde igual que ahora.
Pensé que alguno podría venir, la sorpresa que se llevaría al verlo allí. Manolita se alborotó de pronto, aleteó, se me vino hasta el hombro.
La mano verde seguía igual, apoyada sobre la mesa. No tuve que tocarlo para saber que ya estaba muerto. Cavé una fosa en el albardón, lo enterré en el mismo lugar donde entierro a los pájaros que se me mueren. Y allí está ahora. Pensé ponerle una cruz, pero no... ¿Qué mejor cruz para él que la misma de los pájaros, el sol de cada día?
Me levanté. Ya sabía todo lo que quería sobre la muerte del Jon.
— Gracias —le devolví el jarrito enlozado.
El Jon, después de todo, había tenido una muerte buena.
El pajarero se levantó también.
—¿Eran muy amigos?
—Mucho.
Me tendió la mano. Vacilé un momento, le tendí la mía. Sonrió al sentir la presión de los siete dedos. Me dio una palmada en el hombro, me acompañó hasta la puerta. Bajé los escalones, me fui por el juncal. Ya había estrellas. Pero no, el Gelo no se veía. Demasiado distante. Aunque no está tan lejos, pensándolo bien. Un pájaro nocturno pasó volando bajo, en vuelo silencioso.
¿Un pájaro o un sicalo?
Héctor Germán Oesterheld - Agosto 1965
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