El Hombre es como el día y la noche, una puede ser mejor que el otro pero es imposible separarlos y el corazón de los hombres es como los lados de un espejo, uno blanco y otro negro. El mal y el bien son la carne, los huesos y la sangre de mi hermano, el Hombre.
Deja tu alma en paz, amigo que me escuchas, porque no has podido cerrar el corazón al sufrimiento de otros. Porque tus ansias se van perdiendo como niños en un jardín desconocido. Porque te han robado la alegría de vivir y es como el miedo que se hace gran frío en los huesos.
Y lo veo, veo al Hombre tan soberbio y orgulloso, ese que levantó un altar para contemplar su soledad, tan lejos de aquella mirada saturada de sal y de siglos (aquella mirada que conocí) cuando tenía los ojos amargos de aquel que ha perdido sus ilusiones y deseos, cuando sólo era el que nada tuvo ni tiene, el que a ninguna parte va y de ninguna parte viene. El nadie, el nada. Ahora sin embargo se siente como un mar sin orillas. Inmenso. Y terribles sentimientos flotan alrededor de él como flores de sangre mecidas por el viento y no hace otra cosa que matar sus sueños. Que terrible es ver a un hombre con tal ansia por matar.
Siento el silencio pesado como una montaña, siento que se hincha como una tormenta.
¿Qué demonios lo trajeron hasta nosotros hasta ser sólo un gran arma afilada pendiendo sobre nuestras cabezas? Soy (somos) Damocles.
Hoy al menos vos seguís puro como una llama.
Que los dioses te concedan un buen sueño.
Río Gallegos - Noviembre 2010.
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