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lunes, 23 de julio de 2012

Literatura

Los pies praguenses donde vivió Franz Kafka, y sus corbatas negras y sus sombreros y sus zapatos.
El pelo enjuto de James Joyce, cuya mano quemó Dublín.
Los amantes de Luis Cernuda, riéndose a sus espaldas.
La esposa de Shakespeare, vieja y adúltera.
Los ojos verdes y estrábicos de la enfermera jefe de la clínica en que murió Nietzsche.
La mano de mujer que cogió los botines de piqué de Ramón Valle-Inclán y los arrojó por la ventana.
La sífilis saltarina que Gustavo Adolfo Bécquer paseó por Madrid.
La sífilis idéntica pero paseada por París de Charles Baudelaire.
El padrenuestro que reza el fantasma de Rimbaud en una morgue de Marsella y Dios que se hace el sordo. El padrenuestro que reza Jorge Manrique antes de soltar la mano de su padre muerto.
La risa de Quevedo mientras evacúa en una esquina de Madrid, en tanto rebota el mundo en su vesícula como una piedra verde.
La madre con gota de Flaubert.
La autopsia de Larra, su joven cerebelo.
La carne de la máscara de Fernando Pessoa.
La foto del padre de Dostoievsky en la billetera de Lenin.
La cabeza muy grande de Rubén Darío, tan grande como su miedo.
Las sopas de ajo que marea todas las noches el Manco de Lepanto con la mano buena mientras se mira con discreción la mano ausente.
Los cien kilos secos que Oscar Wilde exhibe por los cafetines de París con orgullo marchito.
La mano que aúlla de Pablo Neruda.
El cadáver de Cela servido con guarnición de ministros.
El gran desfile de la soledad de todos los tiempos, la soledad y sus palabras, la literatura.

Manuel Vilas - Resurrección

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