Camino del Hombre. Raza de mi raza. De la que ha marcado su paso por el mundo con monumentos de arcilla, de piedra, de bronce y de sangre, de sangre roja como la mía. ¿Qué otra cosa es la sangre sino la vida en sí misma? ¿Qué otra cosa es la vida sino el monumento mejor de ese a veces insecto, mi hermano el Hombre?
Los hombres son como piedras bajando una pendiente. A veces sin dejar ni rastros y otras veces provocando avalanchas que cambian para siempre el relieve de la historia de la Tierra. Hay otros en cambio, los hombres-lluvia, que con su lento y apagado goteo terminan erosionándolo todo a su paso.
Alguna vez me crucé uno de ellos, de los hombres-lluvia, así como te cuento me lo crucé. Y lo supe un amigo que me esperaba desde siempre sentado en esa roca, en ese camino. Me miró con esa confianza con la que miran los que son muy chicos o los que son muy viejos. Con esa ingenuidad de los que solo conocen la inocencia o de los que, con el simple paso de los años, la han vuelto a recuperar más allá de cualquier ambición. Y sin pronunciar palabra sus dedos trazaron extraños signos envolviendo el aire y los siglos alrededor, dejando estelas a su paso donde se disolvían no sólo el Odio y la Guerra y el Hambre y otras pestes, también el viento se llevó hasta el último rastro de sus huesos y su recuerdo. Sólo entonces escuché su voz, dentro, muy dentro de mi cabeza, como si vinera desde atrás en el tiempo.
Y alcé los ojos y vi grabadas en la piedra las últimas palabras del aquel que algún día fuera mi amigo. "Que bueno es saberse querido, compartir sueños y un buen vino agrio aunque no sea más que de paso. Nosotros los que nada tenemos, los que ya nada somos".
Río Gallegos, Octubre 2010.
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