Venimos solos a este mundo. Y solos vamos, a veces ciegos y sordos, otras veces con los ojos absurdamente abiertos. Buscando… Sigo buscando. ¿Buscando qué? Espectros de juventud, fantasmas, rastros de la huella del recuerdo de alguna mujer que quise. “Quise” pero seguramente no lo logré (o ni siquiera lo intenté) y que terminé abandonando por orgullo o por desidia o porque era martes que es casi como decir por nada. Soy como un árbol viejo y seco que sin embargo no se resigna y busca el sol y el calor en las primaveras idas. Aún conservo la risa y algo parecido a un alma, pero la soledad... la soledad… es allí donde campea la nostalgia, es allí donde todo se rompe y por cada grieta voy perdiendo a los míos, me vuelvo ajeno, me vuelvo extraño, incapaz de compartir esta ilusión de vida. Cuanto más me rodean los amigos, más añoro la soledad y los caminos. Caminos hacia ninguna parte que me desorientan como a un niño pero me llaman con esas voces que sólo escuchan los vagabundos sin patria. Soy al fin y al cabo hombre, semilla del destino, producto de los tiempos por venir, siempre hacia delante, siempre otros cinco minutos, siempre sabiendo la inutilidad en el gesto del adiós. Siempre sin ayer. Soy nadie de ningún lugar. Los lugares cerrados me asfixian y hacen que me revuelva como un animal encerrado en una jaula, incómodo por no estar al aire libre. Soy como esa piedra que empujás cuesta abajo, arrastrado por el peso de su propio cuerpo. Yendo de acá para allá sin saber muy bien porqué, lejos de la mezquindad de los hombres. En realidad no me sorprende si no entendés. A veces yo tampoco me entiendo.
Río Gallegos - Octubre 2010.
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